No falta quién da por descontada la paternidad de The Dictators en el entramado del punk rock neoyorquino, sin embargo, me temo, es una de esas verdades templarias del rock and roll que se mantienen ahí por comodidad, porque otro lo ha dicho antes, porque simplifica mucho las cosas y, sobre todo, porque a casi nadie le importa que sea o deje de ser así.
Y no faltan, desde luego, motivos -más de índole nominal que estrictamente musical- para meterlos en ese saco: Surgieron en el mismo caldo de cultivo que formaciones como New York Dolls o los Ramones, se movían en la órbita proto-punk del Max’s Kansas City, pisando las mismas tablas que habían visto pasar a Jayne County o la Velvet Underground y hacían gala de una actitud urbanita que en efecto los emparentaba con las huestes de la segunda venida punk, pero la verdad es que The Dictators eran, sobre todo en sus dos primeros redondos, un poderoso combo de rock sin florituras.
Cierto es que, frente al marasmo de grupos de hard rock surgidos a lo largo de la primera mitad de la década, nutridos por el blues y el folk á la Led Zeppelin, los ‘Tators manejaban un árbol referencial radicalmente distinto: Pura trash culture preñada de referencias pop, comida rápida, luchadores de wrestling, baseball, televisión hasta altas horas de la madrugada, singles de música surf, conjuntos de la british invasion y el muro de sonido de Phil Spector. Pero, con eso y con todo, «Go Girl Crazy!» es una suerte de artefacto de arena rock suburbano, preñado de flamígeros solos, baterías con cowbell, cortes hímnicos y estribillos de corear puño en alto, con más puntos en común con Blue Oyster Cult que con Ramones.
Lo cual no es óbice para que los de Queens le echaran un ojo al riff inicial del tema de apertura, «The Next Big Thing» y lo transplatasen a su imaginario particular bajo el título de «I Just Wanna Have Something To Do». Una andanada de espesos guitarrazos con madera de himno que daba paso a una colección de cortes matadores,ya fuera en forma de sólidas (¿Y autoparódicas?) declaraciones de intenciones («Master Race Rock»: «We’re the members of the master race/Got no style and we got no grace«), despliegues de socarrona chulería («Two Tub Man»), retablos llenos de júbilo teenager que los presentaban como una suerte de Beach Boys del Bronx (la ingenua épica encerrada en «Weekend»), brillantes ejercicios de power pop qué sonaban a una versión pasada de decibelios de las composiciones del Brill Building («Teengenerate», con ese punteo inicial que casi trae a la memoria el «Then He Kissed Me»), inesperados flirteos con sonidos jamaicanos (en «Back To Africa») e incluso sátiras sobre las aspiraciones del currito yankee medio, del «regular Joe» de turno en «(I Live For) Cars And Girls».
Entreveradas, un par de versiones que cumplen la función de echar un rápido vistazo a los recovecos de su ADN musical en forma de «I Got You Babe», histriónica relectura del hit de Sonny & Cher que sirve para mostrar sus costuras más pop y el «California Sun» de The Rivieras, una relectura que les sale sencillamente bordada y qué ¡Sorpresa! también sería revisitada por los Ramones en su eximio «Leave Home».
Queda, más allá de las discusiones bizantinas acerca de en qué negociado sónico andaban metidos The Dictators (necesarias hasta un punto, estériles en último término) una cosa clara: Qué nos encontramos ante un debut sobresaliente, una pieza de culto a la qué se le puede colgar sin miedo (si acaso con reparo por la sobreexposición que sufre el término en estos tiempos) la etiqueta de clásico.