«Motörhead, AC/DC y Ramones: ¡Siempre hicieron el mismo disco!». Es uno de esos axiomas incontrovertibles en toda literatura rock, bien seguido de una valoración positiva («Y siempre les salió bien») o negativa («Y agotaron la fórmula»). Es, en suma, la clase de constructo que facilita la tarea, aclara el paisaje y nos ofrece un salvoconducto para no ponernos a la tarea de sumergirnos en discografías que se forjaron a lo largo de décadas. Al fin y al cabo estamos hablando de obras monolíticas, firmadas por bandas con fuertes personalidades creativas y férreas convicciones estético-musicales.
Excepto que no es así. O al menos, no del todo.
De la tripleta mencionada solo AC/DC han basado la integridad de su carrera en la aplicación de una fórmula, la consabida receta a base de boogie amplificado, rythm and blues hipervitaminado y Chuck Berry pasado por el turmix del hard rock y el glam anglo de los primeros 70s. Una patente cuyos réditos son de sobra conocidos por todos.
Pero, ¿Motörhead? Técnicamente, más que un grupo, fueron la visión sónica de Lemmy Kilmister, un teddy boy que hizo la habitual mili de conjuntos sesenteros (Motown Sect, Rockin’ Vickers) y se licenció en psicodelia motorizada entre las huestes de Hawkwind. Esperar una obra de mimbres formulaicos con semejante background es poco menos que una quimera: Los Motor partieron de un aliño de space rock y ZZ Top y de ahí en adelante alternaron con el punk, crearon el thrash metal (luego lo practicaron, incluso), mosquearon al personal practicando hard rock melódico primo de Thin Lizzy («Another Perfect Day») y colaron esquirlas de rockabilly, blues y metal entre los confines de su rock and roll presuntamente monolítico e inamovible.
¿Y que podemos decir de los Ramones? Si AC/DC y Motörhead hacían gala de una actitud más o menos beligerante con el mainstream, los cuatro falsos hermanos de Queens, puro corazón pop, no hicieron otra cosa que -intentar- cortejar las ondas, canalizando en todo momento -esto es especialmente notorio en la primera mitad de su carrera- corrientes que consideraban que podían congraciarles con el gusto dominante. Si, es tentador reducirlos al esquematismo del «one, two, three…!» pero en la obra editada por el combo neoyorquino desfilaron productores estrella y se conjuraron envoltorios sónicos de distinto jaez para su concepción del rock and roll con trazo de cartoon: Directo, romántico y urbano. Lo que hace más dramática, si cabe, la sempiterna condición de banda de culto de la que disfrutaron en activo.
Sospecho que hay quién puede ver estas palabras como una crítica. Nada más lejos. Uno es de los que deplora la quimera de la autenticidad (¿Qué es eso?) y saluda las obras variadas: Las vertiginosas subidas, los errores garrafales, las distintas cadencias, el alma particular de cada trabajo.
Y a eso es a lo que vamos a pasar revista, en orden estrictamente descendente y subjetivo: three, two, one!
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