Rompedores, anárquicos, esenciales. Díficil encontrar propuestas tan fuera del tiempo, tan ajenas al óxido que impone el correr de los años, cómo la planteada por la Velvet Underground en lo que fue su primer disco grande. Tras el sucinto «peel slowly and see» de la cubierta se escondía una velada invitación a sumergirse en lo que era entonces -y sigue siendo ahora- vanguardia máxima del rock and roll; Lo más lejos que se podía llevar, -sin desvirtuarla, conservando la esencia-, la alquimia sonora alumbrada por Chuck Berry una decada atrás.
Cómo suele pasar con aquellas obras dotadas de una cualidad transgresora, se tiende a caer en la tentación de considerar qué los neoyorquinos obtuvieron su arrebatador sonido por generación espontánea, impermeables a las influencias de su tiempo y lugar. Sin embargo, una escucha atenta de «The Velvet Underground & Nico» permite rastrear, siquiera en parte, la nómina referencial de la que se nutrían: Entre sus surcos se retorcía el rock and roll percusivo y esquemático de Bo Diddley, el pulso beat que llegaba del otro lado del océano y al que era imposible sustraerse, latigazos que retrotraían a lo puesto en práctica por el reciente (y a la vez lejanísimo, eran los tiempos de «John Wesley Harding») Dylan electrificado. Hilando más fino, incluso, podemos encontrar en los momentos más «poppies» del redondo concomitancias con el pasado de Lou Reed como compositor a sueldo, fabricante de hits, para Pickwick Records.
Sin embargo, más allá de su música, el gran aporte de la Velvet es la dimensión dónde esta transcurría. Una dimensión urbana, densa, sórdida. La ciudad aparece en el rock. No una ciudad cómo sencillo telón de fondo, escenario incidental, para la historia de turno. No. La ciudad cómo ente en sí mismo, con sus arterias preñadas de yonquis, prostitutas y delincuentes; alfombrada de jeringas y recubierta de desencanto. Ahí, justo ahí era donde el imaginario del combo tomaba cuerpo.
«Sunday Morning» abría el elepé con sabor a resaca y melancolía. Quizás por ser de las pocas piezas del album que guardaban algún remoto parecido con un tema radiable, fue elegida -junto con «All Tomorrow Parties»– cómo single. Sin embargo, no había sitio en las ondas del ’67 para tamaña exhibición de enigmática desazón, de pop torcido, perturbador.
En «I’m Waiting For A Man», sin embargo, el sonido adopta las formas de un robusto número de rock and roll, conducido por un obsesivo piano, cuya temática (ya saben, las vicisitudes del cliente y su dealer) resulta todo un desafío a los cánones líricos de la época. Estamos en 1967, recuerden, el mismo año en qué Paul McCartney admite, en una entrevista con maneras de interrogatorio, haber tomado ¡cuatro veces! LSD; el mismo año, en fin, que se consideraba noticioso y sorprendente que un músico admitiese su relación con las drogas.
«Femme Fatale» retoma la faceta reposada, no por ello menos perturbadora, de la banda. Es a la postre el primer tema del disco en el que Nico lleva la voz cantante. Esa voz gélida, etérea e inexpresiva qué, pese a su físico, le alejó de ser una estrella del pop, restringiendo su área de influencia a las barriadas más avant-garde de la música. Un corte delicioso que da paso a los aires hindúes y evocadores de «Venus In Furs», suerte de mantra eléctrico, con la amenazante percusión de Maureen Tucker, las pastosas rítmicas de Sterling Morrison, la guitarra de Reed sonando como un sitar y la viola de John Cale recubriendo un tema con una letra, ya lo avanza el título, en deuda con los escritos de Von Masoch.
«Run, Run, Run» confusa mixtura de imaginería religiosa, mística y barbitúricos, retoma el pulso guitarrero, con una introducción en la qué podrían pasar por unos de esos avezados discípulos del rythm and blues en trayectoria ascendente de las islas británicas. Siguiendo lo que parecía ser la dinámica del álbum (esto es, alternancia entre disparos eléctricos y cortes a medio tiempo) «All Tomorrow Parties», con Nico llevando de nuevo la voz principal y la guitarra-sitar de Reed envolviéndola en enigmáticos punteos, ponía sobre la mesa una historia con varias lecturas posibles: ¿Descripción o crítica de la vacuidad que envolvía el microcosmos de la Factory de Warhol de la cuál formaban parte? ¿Metáfora del paso del tiempo, de lo efímero de todo? ¿Elegía al final de la juventud, focalizada en ése viejo vestido? Muy posiblemente tratase de todo éso, y de algunas cosas más que se nos escapan.
«Heroin», palabras mayores. Nunca dos acordes encerraron tanto. Jamás, nunca, nadie, antes, había abordado su relación con las drogas de una manera tan directa, valiéndose de versos tan descarnados, prescindiendo de circunloquios («… When i put a spike into my vein […] ‘Cause when the blood begins to flow […] Heroin, it’s my wife and it’s my life») Y no, no estamos ante el único dato rompedor desde el punto de vista lírico. A diferencia de otros compañeros generacionales, plenamente identificados con su condición de drogodependientes, firmes creyentes de encontrarse en el lado adecuado del río (Estamos en los años de auge de las enseñanzas de Timothy Leary y su idealización de los barbitúricos, no lo olviden) Reed se muestra confuso, perdido. («I don’t know, just where i’m going […] I wish that i was born a thousand years ago […] Away from the big city/ Where a man can not be free/ Of all this evils of this town») Esas muestras de duda, al parecer, no fueron del agrado de Cale, qué buscaba un mensaje más totalitario, de una determinación absoluta. John, en éste caso, no se había enterado de nada.
Tras semejante exhibición de épica suburbana, llegaba el turno de «There She Goes Again». Con su riff fusilado de la relectura stoniana de«Hitch-Hike», contenida en el celebérrimo «Out Of Our Heads», y su refrescante tramo final a base de coros y guitarrazos podía pasar por lo más cercano a los cánones de la british invasion que habían facturado. Sin embargo, su letra, en la que narraban sin muchos tapujos la caída de una mujer en las redes de la prostitución, alejaba rápidamente tales paralelismos y los reafirmaba en su condición de cronistas del lado sórdido de la realidad.
«I’ll Be Your Mirror» volvía a poner en primer plano su faceta pop, de hecho fue cara b del single «All Tomorrow Parties» (Sorprendente, aunque comprensible, el empeño por parte de la compañía de presentar una imagen tan poco representativa de la Velvet en cuánto a la elección de los singles). Escrita por Reed ex profeso para Nico, estamos ante otra de esas delicadas piezas del repertorio velvetiano, ocultas a priori bajo su leyenda de distorsión y feedback.
Arribando al final del trabajo encontrábamos «Black Angel’s Death Song» , dotada de una extraña cualidad folk que podría recordar a las andanzas del primer Dylan -¡Ese fraseo!- si no fuera por el perturbador envoltorio que le otorga la viola eléctrica de Cale y el cierre definitivo de «European Son», ejercicio ruidista que preludia en buena medida parte de lo que econtraremos en «White Light/White Heat».
Instalados en la cara oscura que acarrea consigo el ser pionero (esto es, que adelantarse en demasía a la corriente imperante de un tiempo equivale a estar equivocado). Pocos réditos obtuvo la Velvet a lo largo de su accidentada singladura. Tanto menos en ésta primera etapa de su producción, fuertemente marcada por la experimentación y propulsada por un ánimo rupturista que se iría desvaneciendo hasta llegar a «Loaded». Su legado preclaro, sin embargo, obtuvo justa resonancia con el correr de los años, siendo vindicados por las huestes post punks, krauts y noises. Por aquellos músicos, en general, dispuestos a remar a la contra de las corrientes dominantes, dispuestos a valerse del ruido, de la distorsión, cómo un medio más de expresión, integrándolo en su discurso. Sin embargo, nadie consiguió hacerlo tan asimilable y enigmático a un tiempo, tan disfrutable, pese a todo, como The Velvet Underground en su disco de debut.