Discos, Música

Max Gamuza – "Los Buenos Momentos Están Aquí"

 

Suerte de hoja de ruta de las andanzas, amoríos. bajones y fantasías de un rockero noctívago y crápula, el debut de Max Gamuza es un artefacto puramente confesional: Trazando el arco que va de la melancolía al júbilo y habitando en unas coordenadas cuyas fronteras están delimitadas por Chuck Berry, los Flamin’ Groovies de Roy Loney, el pop patrio sesentero, el power pop de la década de los 70’s, el rythm and blues anglo y el punk rock ibérico, el disco es una bofetada de frescura, descaro y joie de vivre con puntuales destellos de resacaUn decibélico carrusel de emociones secundado por perros viejos de la escena norteña que pasa por ser de lo más vindicable que ha salido de la escudería Munster en muchas lunas.

«Naciste en una ciudad cosmopolita, en el asiento trasero de un taxisssss», así, con chulería de barrio y entre riffarama a lo The Who más power poperos abre fuego el redondo, que no espera a tocar fin para regalarnos otra frase lapidaria: «Trabajé en el puerto, trabajé en la mina, todo fue muy duro a base de anfetaminas».
 
El ryhtm and blues guitarrero de «Conquistando la Vida» da paso al que a mi juicio es el primer highlight del redondo: «Balas Perdidas», corte deudo de la ética lo-fi de, pongamos, unos Oblivians con gloriosa caída melódica.
«City Blues» es tan raunchy como evocadora de veranos pasados en ciudad de interior, entre cervezas y ventiladores («Aunque es verano mi cama está sola, pero me tumbo en ella a escuchar a los grillos cantar el Blues de mi ciudad»). También consigue transportar la melancólica «Árboles», historia de amores y desencuentros con fondo etílico y andamiaje entre sixties y juguetón.
La melodramática «Nancy» me evoca, llaménme loco, al pop español sesentero más barroco de intérpretes como Bruno Lomas o Raphael. De no ser por la jam final de alto voltaje entre guitarra y hammond podría figurar en la banda sonora de un film de la época.
Los arpegios y el sucinto órgano devuelven a la banda en versión más poppie (que es mi predilecta) en uno de los disparos más pulidos del disco: «La Luna» que da paso a «La Cita», corte de ascendiente mod y deliciosamente guatequero que precede a «Las Tardes de Abril» un tema que ha ido creciendo y creciendo hasta convertirse en casi que mi favorita del disco: Espíritu punk, riffs cortantes cómo navajas y espíritu vengativo bordan este pildorazo que no llega a los dos minutos de duración.
«She» es la única incursión en inglés del álbum, un corte de melancólico pop con profusión de órgano que nos pone en órbita para impactar con ese asteroide que es la anfetamínica «Cumpleaños», una celebración del aquí y del ahora que incluye el título del disco («aíslate y sal del futuro, los buenos momentos están aquí»)
Tras semejante chute de endorfinas, es inevitable que «Fuera de Lugar» suene a Ricky Nelson de resaca, pero ahí está otra de las cimas del redondo, la potentísima y cautivadora «Por Qué Te Vas» para dar la réplica: Una historia a tumba abierta redondeada por unos licks prístinos y el que quizás sea el mejor trabajo guitarrero del disco. Echa el cierre «El Blues De Mi Ciudad» que no es otra cosa que una versión electrificada de la ya mentada «City Blues».
Una de las cosas que hace grande a este trabajo es la impresión que consigue transmitir de que su armazón lírico procede de las vivencias, las fantasías, las reflexiones de su voz cantante. Lo cual es, a priori, un escenario totalmente atípico para un disco de estas características. Podrían proceder de un diario, de reflexiones escritas a vuelapluma un domingo de resaca a media luz. Es ese tono confesional que mencionaba más arriba el que -más allá del saludable espíritu rockista del redondo- consigue un mayor impacto y marca la diferencia con otros grupos de su negociado, más afines al ejercicio de estilo hasta en lo lírico. Recuerda, ¡los buenos momentos están aquí!
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00's, 2005, Discos, Música

The Hellacopters – "Rock & Roll Is Dead"

No, definitivamente los seguidores que, exaltados, le hicieron la cruz a los suecos en los lejanos tiempos del «Grande Rock» (en el que cometieron la herejía de proclamar que los MC5 del «Back In The USA» y las cinco primeras rodajas de KISS son referentes tan válidos como los MC5 del «Kick Out The Jams» y los Motorhead de «Fast» Eddie Clarke: «¡Qué osados!» dijeron, como mínimo, el sector más punkarra de su afición) no iban a prestarle la menor atención a este redondo, y de hacerlo, fue con una fría mezcla de condescendencia y desdén. Digámoslo claro: Aunque The Hellacopters se disolvieron en 2008, no faltaron quienes pretendían enterrarlos desde casi una década antes.

Tan confiados a su buen hacer y al aguerrido culto con el que contaban en el viejo continente estaban, que se permitían la chulería de ahorrarse presentaciones en la cubierta, como si  se tratasen de una suerte de Led Zeppelin en versión high energy y escandinava, sin más mística en éste caso que la que emana de la electricidad, las melodías con madera de hit single y el conocimiento cuasi-enciclopédico de la historia de ese rock and roll al que, en explícito guiño a The Rubinoos, declaraban muerto.

El grueso de las críticas negativas a este disco se centraron en hacer hincapié en lo abiertamente formulario del contenido del mismo: Es cierto, en «By The Grace Of God» Nicke Royale dió con una fórmula, y la pulió hasta tal punto que, por momentos, el disco parecía más bien el recopilatorio de un ignoto combo setentero de vasta trayectoria que un nuevo lanzamiento editado en los primeros compases del siglo XXI. «Rock & Roll Is Dead» era continuista con la pauta trazada en áquel, en efecto, pero parecía ir algo más atrás en el tiempo: Esto sonaba a lo que habría sido la primera referencia del «ignoto combo setentero de vasta trayectoria».

La influencia de KISS, tan explícita en otros tiempos, parecía diluirse para dar paso al rock and roll escuela Chuck Berry de «Before The Fall» y ramalazos de power pop americano de los primeros 70’s del calibre de «Monkeyboy», «I’m In The Band» o «I Might Come See You Tonight», perfecta tripleta de singles, plenas de riffs prístinos y cortantes, estribillos de los que atrapan y, en el caso de «I’m In The Band», una de las cimas líricas del álbum:«I may not look like Jagger/May not have money in the bank/I got a pair of cheap sunglasses/And my castle may be made of sand».

También se atrevían con negociados inéditos en su sonido hasta la fecha: Ahí tenemos la espléndida «Leave It Alone», tan en deuda con los primeros Lynyrd Skynyrd como con los Rolling Stones más americanizados de los primeros 70’s. Detecto, incluso, algún intento de colarse en los charts de la época (tiempo de revivals en las listas, con presencias de los Strokes o Jet) en el neo-garajero «Bring It On Home», que pasa por ser lo más flojo del redondo, y en algunos cortes que no hubiesen desentonado en ese contexto, caso de «Everything’s On TV» y «Put Out The Fire».

Predomina en el disco, sin embargo, el músculo de ascendente setentero, parece que se quisiera capturar el momento en el que las bandas de power pop mutaron en combos de hard rock. Ahí está el trío mencionado más arriba, pero también el boogie contenido de «No Angel To Lay Me Away», la sutil melancolía que envuelve «Murder On My Mind» y «Make It Tonight» y las dos salvas en las que el universo de The Raspberries y el de KISS más cerca están de colisionar: «Nothing Terribly New» y la épica clausura con «Time Got No Time To Wait For Me».

Queda, tras la escucha del álbum, una sensación agridulce: Uno recuerda la salida de éste disco, las reseñas que cosechó, la gira con la que lo presentaron como algo -relativamente, si acaso- cercano en el tiempo, que, sin embargo, resulta terriblemente lejano de alcanzar para la inmensa mayoría de bandas que, como ellos en aquel momento, llevaban poco más de una década en el negocio (no digamos ya los grupos nuevos). Y lo que en su momento fue saludado como un trabajo menor se revela como un pequeño clásico, poseedor de una clase, un savoir faire y unos referentes que lo hacen merecedor de un rescate de cuando en cuando. Y eso, en estos tiempos de sobresaturación de información, no es poco.

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00's, 2002, Discos, Música, Supersuckers

Supersuckers – "Must’ve Been Live"

 Por común que pueda parecernos la jugada,en éstos tiempos de americana boyante en los que los flirteos con Nashville son sinónimo de militancia cool, el que una banda de rock and roll, en los primeros compases del milenio, le guiñara el ojo al country con todos los avíos (acústicas por doquier, pedal steel envolvente, sinuosas armónicas) resultaba un movimiento no exento de cierto riesgo, máxime si se trataba de un combo de las hechuras del que nos ocupa.

 Los Supersuckers venían, hay que recordarlo, de editar un pedazo de dinamita sónica del calibre de «The Evil Powers Of Rock and Roll», en el que mixturaban sin complejos su bagaje punk con el legado del hard rock vía Thin Lizzy y el gancho melódico de unos Cheap Trick, resultando la que quizás sea su obra maestra y uno de los redondos de rock más compactos del comienzo del milenio. El movimiento, no obstante, mosqueó a parte del sector más punk de su público, colectivo que supongo deflagró cuándo en menos de un año de destapaban con el directo country qué nos ocupa.

 Hay que matizar, sin embargo, que éste no era su primer flirteo con sonoridades vaqueras: En fecha tan temprana como el ’96, cuándo aún eran ese grupo de cavernícolas detrás de obras como «La Mano Cornuda» o «The Sacrilicous Sounds…» aparecieron en el Tonight Show de Jay Leno cubriéndole las espaldas a todo un Willie Nelson; un año después firmaban «Must’ve Been High», largo consagrado íntegramente a sonoridades country. ¿Los mismos que se habían curtido girando con White Zombie y Ramones? ¿Los mismos que se codeaban con la nómina de Sub Pop? ¿Los qué se autoproclamaban «the greatest rock and roll band in the world»? Sí. Los mismos.

 Así las cosas, ¿Por qué hablar de éste vástago en lugar de aquel seminal largo editado un lustro antes? Sencillo. Porqué éste disco transpira. Rezuma vida y consigue transportar al oyente a la viciada atmósfera que se respiró en Dallas, Austin y San Diego (sí, como otros tantos directos insignes, éste no se libra de estar grabado en distintas ubicaciones) ante la descarga jaranera que se traían entre manos los de Tucson: Así, los gritos del público, las -interminables- parrafadas de Eddie Spaghetti y las peticiones de cerveza fría por parte de los miembros de la banda ayudan a construir una atmósfera, un aura en torno a las canciones que interpretan que termina por redondear el conjunto.

 Y qué canciones. Desisto de realizar un comentario prolijo acerca de todos y cada uno de los temas que dan forma al album (18, nada más y nada menos), pero, puestos a destacar, ahí tenemos piezas de exquisita factura propia como «Dead In The Water», «Roadworn and Weary» o «Barricade» qué mostraban cuán interiorizada tenían los ‘Suckers la lección, haciendo canciones que trascendían el mero pastiche cowboy y mostraban una identidad muy personal, ora melancólica, como en «Don’t Go Blue»,«One Cigarette Away» o «Hungover Together», ora gamberra y vacilona, caso de «Non-Addictive Marijuana». Menudean asimismo homenajes a sus héroes vaqueros, en forma de sendas relecturas de Jerry Irbi «Drivin’ Nails In My Coffin»-, Stan Jones «Cowpoke»-, Buck Owens -Una «Alabama, Louisiana or Maybe Tennessee» plena de sentimiento cowpunk que pasa por ser de lo mejor del redondo-, Wayne Kemp «The Image Of Me», con la aparición del entonces Black Crowes Audley Freed– o una sentida revisión del standard «Peace In The Valley» que encadenan sin solución de continuidad con un disparo propio del calibre de «Blow You Away» con la que echan el cierre al disco.

 En definitiva, una -otra- prueba más de la audacia que fue durante años la bandera del grupo afincado en Seattle, ¿Con qué otro término podría describirse, si no, la producción de unos tipos que empezaron trabajando el punk lo-fi, flirtearon con el country, firmaron obras de poderoso rock and roll, rotundos pelotazos de hard rock y singles de pop perfecto y que han versionado a Flamin’ Groovies o los OutKast sin despeinarse? Pues eso.

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00's, 2006, Diamond Dogs, Discos, Música, Rock and Roll

Diamond Dogs – "Up The Rock"

Tibieza. Esa sería la palabra que mejor resume la acogida que obtuvo «Up The Rock», quinto esfuerzo en largo del combo sueco (si contamos su debut, el controvertido -y delicioso- «Honked!»): Acusaciones de estancamiento, de agotamiento de fórmula, de haberle dado un lavado de cara a su sonido (Espera, ¿pero eso no se contradice con la primera acusación?) menudearon en las reseñas que cosechó.

Tamaña animadversión a tan notable pieza -a la que no le sobra una sola canción- podría explicarse, quizás, por la coyuntura en que apareció: Estamos en la segunda mitad del primer decenio del siglo, y la gente parece haberse cansado de lo que el boom rockandrollero escandinavo, que tantas adhesiones generó, puede dar de sí; obras de The Hellacopters o Turbonegro que cualquier banda del ramo sería incapaz de firmar hoy día son acogidas con condescendencia, cuándo no cierta pereza; Al caso de nuestros protagonistas, además, hemos de sumar una cierta saturación de obras a su nombre aparecidas en el año y medio anterior al lanzamiento de la presente obra: La edición de «Black River Road», del split a medias con Jeff Dahl«Atlantic Crossover»-, la aparición del recopilatorio «Bound To Ravage» e incluso el estreno en solitario de Sulo, su cantante, con el fabuloso «Rough Diamond», pudieron generar una imagen hegemónica que, unido a la causa anterior, hizo que el público recibiese su nuevo trabajo un tanto a la defensiva.

Es «Up The Rock», sin embargo, un redondo maravilloso. Así me lo pareció desde el momento de su salida. Resulta cuánto menos curioso que hubo quién les acusara de vivir aferrados a una fórmula, cuándo en éste disco parecen virar un tanto de las acostumbradas referencias a The Faces o los Rolling Stones setenteros en beneficio del boogie electrificado e hímnico del mejor glam rock británico, qué es la raíz de esos temas que algunos tomaron por una intentona de dulcificar su sonido, cuándo eran en realidad deliciosos himnos llenos de épica adolescente, de esos que Marc Bolan o Ian Hunter gustaban de cultivar en su cancionero. No faltaron, en definitiva, quiénes parecieron no darse por enterados del nombre del grupo, qué avisaba de buena parte de su corpus referencial, que terminó por materializarse en este disco.

Las teclas de The Duke Of Honk abren el corte inicial, «Generation Upstart», una orgía de teclas, coros, riffs á la T-Rex y un cierto espíritu bubblegum que da paso a una colección de himnos con madera de clásico: «We May Not Have Tomorrow (But We Still Have Tonight)», la vacilona «Down In The Alley Again», «Acting Singles», la absolutamente colosal «Turning a Shack Into a Chapel», «Closest I Ever Been To Memphis», «You Got Nothing On Me», coronada por un espídico solo de saxo, «Put Your Hands Together» o esa maravilla que recibe por título «Make It To The Shore» qué sabe a escapada nocturna, a encuentro a hurtadillas en la playa cuando ya ha caído el sol, a verano. Cortes de una frescura insultante, preñados de melodías deliciosas y coros de ascendente doo-woop, de riffs incontestables y estribillos hiperpegadizos, de omnipresentes teclados y deliciosos metales. Verdaderas bofetadas de positivismo, de las que te hacen renovar votos con la vida y ayudan a ver éste mundo, tan disfuncional a veces, con otra mirada.

 Pero no queda la cosa ahí. A la vera de los hits incontestables, de las canciones para corear a voz en grito nos encontramos con una remesa de temas de regusto reposado, no exento de soul en ocasiones, qué terminan de redondear el balance del álbum: Ahí está esa delicia de corte acústico, «Where Are You Tonight?», el soul tabernario de «Come Easy, Come Slow»  o ese baladón, todo contención, que es «If I Ever Fall In Love With You».

 Nos encontramos, en suma, ante uno de esos discos condenados por una mayoría de sus seguidores por factores estrictamente extramusicales: Ya sean coyunturales, como los mentados más arriba, ya nostálgicos («… Tras la marcha de Stevie Klasson nada fue lo mismo») qué no deben distraernos de lo esencial, esto es: Qué nos encontramos ante un redondo de una categoría sobresaliente, al qué, repito, no le sobra ni una sola de sus canciones; Ante el que es, de hecho, su útimo trabajo verdaderamente imprescindible, el que coronó una verdadera racha de éxitos -artísticos, se entiende- para estos exquisitos valedores del rock de herencia british.

Dedico estas líneas a Matt » Magic » Gunnarson, saxofonista de la banda recientemente fallecido. Vaya por el.

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70's, Dictators, Discos, Música

The Dictators – "Go Girl Crazy!"

 No falta quién da por descontada la paternidad de The Dictators en el entramado del punk rock neoyorquino, sin embargo, me temo, es una de esas verdades templarias del rock and roll que se mantienen ahí por comodidad, porque otro lo ha dicho antes, porque simplifica mucho las cosas y, sobre todo, porque a casi nadie le importa que sea o deje de ser así.

Y no faltan, desde luego, motivos -más de índole nominal que estrictamente musical- para meterlos en ese saco: Surgieron en el mismo caldo de cultivo que formaciones como New York Dolls o los Ramones, se movían en la órbita proto-punk del Max’s Kansas City, pisando las mismas tablas que habían visto pasar a Jayne County o la Velvet Underground y hacían gala de una actitud urbanita que en efecto los emparentaba con las huestes de la segunda venida punk, pero la verdad es que The Dictators eran, sobre todo en sus dos primeros redondos, un poderoso combo de rock sin florituras.

 Cierto es que, frente al marasmo de grupos de hard rock surgidos a lo largo de la primera mitad de la década, nutridos por el blues y el folk á la Led Zeppelin, los ‘Tators manejaban un árbol referencial radicalmente distinto: Pura trash culture preñada de referencias pop, comida rápida, luchadores de wrestling, baseball, televisión hasta altas horas de la madrugada, singles de música surf, conjuntos de la british invasion y el muro de sonido de Phil Spector. Pero, con eso y con todo, «Go Girl Crazy!» es una suerte de artefacto de arena rock suburbano, preñado de flamígeros solos, baterías con cowbell, cortes hímnicos y estribillos de corear puño en alto, con más puntos en común con Blue Oyster Cult  que con Ramones.

 Lo cual no es óbice para que los de Queens le echaran un ojo al riff inicial del tema de apertura, «The Next Big Thing» y lo transplatasen a su imaginario particular bajo el título de «I Just Wanna Have Something To Do». Una andanada de espesos guitarrazos con madera de himno que daba paso a una colección de cortes matadores,ya fuera en forma de sólidas (¿Y autoparódicas?) declaraciones de intenciones («Master Race Rock»: «We’re the members of the master race/Got no style and we got no grace«), despliegues de socarrona chulería («Two Tub Man»), retablos llenos de júbilo teenager que los presentaban como una suerte de Beach Boys del Bronx (la ingenua épica encerrada en «Weekend»), brillantes ejercicios de power pop qué sonaban a una versión pasada de decibelios de las composiciones del Brill Building («Teengenerate», con ese punteo inicial que casi trae a la memoria el «Then He Kissed Me»), inesperados flirteos con sonidos jamaicanos (en «Back To Africa») e incluso sátiras sobre las aspiraciones del currito yankee medio, del «regular Joe» de turno en «(I Live For) Cars And Girls».

 Entreveradas, un par de versiones que cumplen la función de echar un rápido vistazo a los recovecos de su ADN musical en forma de «I Got You Babe», histriónica relectura del hit de Sonny & Cher que sirve para mostrar sus costuras más pop y el «California Sun» de The Rivieras, una relectura que les sale sencillamente bordada y qué ¡Sorpresa! también sería revisitada por los Ramones en su eximio «Leave Home».

 Queda, más allá de las discusiones bizantinas acerca de en qué negociado sónico andaban metidos The Dictators (necesarias hasta un punto, estériles en último término) una cosa clara: Qué nos encontramos ante un debut sobresaliente, una pieza de culto a la qué se le puede colgar sin miedo (si acaso con reparo por la sobreexposición que sufre el término en estos tiempos) la etiqueta de clásico.

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1974, 70's, Discos, Música

AC/DC – "High Voltage"

 Asimilados por la parroquia heavy como uno de los suyos, reducidos por buena parte de la prensa especializada a la categoría de anécdota, víctimas de una actitud incomprensible por parte de aquellos que les critican el vivir aferrados a una fórmula (que, sin embargo, serían los primeros en poner el grito en el cielo en el -improbable- caso de un golpe de timón en su sonido). Equívocos, muchos equívocos parece haber en torno a AC/DC y el telúrico rock and roll que llevan forjando desde hace muchas lunas.

 El primer supuesto, en cierto modo, atesora su parte de lógica: Nos encontramos ante uno de esos grupos, cómo pueden serlo también KISS Motörhead, que parecen diseñados para inocular el veneno del rock a adolescentes desprevenidos. Adolescentes entre los que, claro, se encuentra un porcentaje significativamente más alto de heavys que lucen su imaginería con orgullo. Los otros dos supuestos, por contra, son de díficil defensa: Habría que intentar explicar, supongo, que el formulismo resulta un lastre cuándo la calidad decae, solamente, y que son muchas las veces que un exceso de evolución enmascara las limitaciones del que no sabe, no puede, construirse una personalidad reconocible.

El debut en largo de AC/DC  mostraba una parte, pero no la versión completa del sonido que los australianos sabrían elevar a la categoría de canon: Sí, la todopoderosa influencia de Chuck Berry ya está ahí, guiando el concepto del redondo surco a surco, enmascarada -que no sepultada- bajo una compacta muralla de power chords, destellos solistas y base rítmica sólida cual bloque de granito; Pero también hay un tono deslavazado envolviendo la producción, unos ciertos flecos glam vía Slade que, lejos de resultar un hándicap, terminan de conferirle al elepé un aura especial, así como la categoría de piedra fundacional de un sonido monolítico y mil veces imitado -cuando no directamente clonado-, pero poseedora de la suficiente bisoñez para mostrar a través de sus poros de dónde venían, sónicamente hablando, sus autores, ubicarlos en un contexto.

No le faltan a «High Voltage», desde luego, argumentos para constituirse como un pequeño clásico por derecho propio. Apabullante colección de himnos, catálogo de verdadero arena rock conducido por el impepinable sentido del riff de los hermanos Young y la procacidad, honestidad y chulería de Bon Scott, parece mentira que nos encontremos ante lo que fue su primer trabajo.

Proclamas metarockistas en las que confirmaban el que parecía ser su destino manifiesto en ésto de la música del Diablo («It’s A Long Way To The Top (If You Wanna Rock And Roll)», «Rock And Roll Singer»); Oscuros destellos de blues rock vacilón («The Jack»); Decibélicos escupitajos del calibre de «Live Wire» o la hooligan «T.N.T»; Salvas en las que pagaban sus deudas con el glam rock tan en boga entonces ( El boogie «Can I Sit Next To You Girl?», que no en vano se trata de una regrabación del primer single del combo, de aquellos tiempos, todo plataformas y rayas, en que la voz la ponía Dave Evans); Insólitas descargas a medio tiempo («Little Lover»); Viñetas de jocosa sexualidad («She’s Got Balls») y la definición perfecta, de manual, de lo que andaban haciendo contenida en el título -y lo que tras él se esconde- de «High Voltage».

Eso, todo eso era lo que podía encontrarse entre los surcos de «High Voltage». Lejos aún de sus días de gloria, del sentimiento de celebración masiva de sus shows, de las ventas multimillonarias, de los gimmicks escénicos de distinto jaez: Plenamente confiados en la pulsión eléctrica y exultante de su sonido, ejecutándolo con una austeridad que desafiaba las tendencias más bombásticas de la época, preludiando en buena medida el punk. Poseedores, en definitiva, del tarro de las esencias del rock and roll; Del ruido y la furia; la pasión y el júbilo; la subversión y la sexualidad que pueden desatarse pulsando tres acordes.

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1978, 70's, Boyfriends, club del single, Discos, Música, Power Pop

Boyfriends – "I Don’t Want Nobody (I Want You)"

 Siempre los ha habido, en cualquier área artística. Tipos que  llegaron demasiado pronto, pecando de excéntricos; o demasiado tarde para poder hacerse con su trozo del pastel; Tocados por la peor de las suertes, en algunos casos, hundidos por su propia y miserable condición, en otros tantos. Siempre los ha habido y siempre los habrá. Perdedores, los llaman.

 No cabe duda de que Bobby Dee es un perdedor, y de los de marca mayor. Siempre al abrigo de un sello con predilección por balas perdidas como él, Bomp Records, Su ignorada singladura comenzó unos años antes, al frente de los Poppees, en los que actuaba como una suerte de Lennon/McCartney de la era punk, responsable de una serie de cortes, «Jealousy» a la cabeza, que podrían pasar por outtakes de los Beatles pre-Sgt. Peppers. No llegaron a ningún sitio, más allá de ser considerados -en círculos casi esotéricos- como una piedra fundacional del power pop que germinó en los últimos 70’s.

 El hundimiento de su banda de toda la vida no pareció desalentar a Dee, que decidió tomar al asalto la escena punk valiéndose de sus mismas armas: Adiós a los trajes de corte inglés y las finas melodías, hola a las ropas chillonas y el rock and roll que pegaba fuerte en el Max’s Kansas City y el CBGB, sonando como una mixtura imposible entre el desmadre de los Heartbreakers de Johnny Thunders y la visión aguerrida del pop que trabajaban formaciones como The Plimsouls.

 Y eso es justo lo que encontramos en el presente 7″: Un par de escupitajos eléctricos, hipervitaminados y adictivos en los que, bajo la muralla de riffs, latía un corazón innegablemente poppie. «I Don’t Want Nobody (I Want You)» cabalga sobre el beat patentado por Bo Diddley, pero también por el proto-punk con tacón de aguja de los New York Dolls y las enseñanzas melódicas que legaron los conjuntos de los 60’s, siempre ellos. «You’re The One» ahonda descaradamente en su faceta thunderiana, siendo un corte que podría haber figurado, sin problemas, en el celebrado «So Alone» a la vera de «London Boys».

 La gloria, es ocioso indicarlo, no esperaba a los Boyfriends a la vuelta de la esquina, y el epé cayó, nuevamente, en el más absoluto olvido. Un olvido que se vió parcialmente reparado cuando los Ramones, a sugerencia de Joey, decidieron versionar al malhadado combo, rescatando una de sus maquetas inéditas. El resultado llevó por título «I Need Your Love», y pasa por ser de lo más vindicable que puede encontrarse entre los surcos de «Subterranean Jungle».

 No, definitivamente la música de los Boyfriends no está dotada de esa cualidad que pone tu realidad patas arriba, pero poseen el nervio y el savoir faire necesarios para subyugarte y llevarte a su mundo, al menos durante el tiempo -breve, muy breve- que duraban sus canciones.

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Discos, Lou Reed, Música

Lou Reed – "Transformer"

[Poco podía imaginar cuándo, hace exactamente dos meses, le dedicaba unas palabras al fundacional debut de la Velvet, que, la próxima vez que escribiera acerca de alguna obra vinculada al universo Lou Reed lo haría en calidad de panegírico. En fin, las cosas son así, impredecibles y sujetas a una extraña alquimia. Lou ha muerto, eso ya no lo podremos cambiar, pero, ya lo dice el tópico, nos queda su obra.]

 Creo que resulta ocioso indicar a estas alturas que «Transformer», si no es la obra maestra de Lou Reed, se trata de algo bastante parecido. Cierto, ahí están sus seminales elepés -caóticos y experimentales al principio, más ceñidos a una ortodoxia rockandrollera en sus últimos compases- al frente de Velvet Underground; Cierto, a lo largo del decenio entregó piezas de igual o similar envergadura («Berlin», «Coney Island Baby», «Street Hassle»); Cierto, también hubo espacio para soberbias obras de madurez del calibre de «New York». Pero conviene que nos situemos adecuadamente en el espacio temporal en que éste album fue concebido: Estamos en el año 1972, y el único equipaje con el que cuenta nuestro hombre es con la militancia en un grupo tan influyente cómo ignorado en su día más allá de los círculos arties de turno y un debut homónimo más demostrativo de buenas intenciones que de otra cosa.
 Visto a través de esa luz, «Transformer» se revela cómo todo un espaldarazo: Reed no sólo ha crecido exponencialmente cómo compositor, ganando en clasicismo bien entendido y perdiendo mordiente avant-garde (culminando así un proceso que había comenzado a gestarse en los días de «Loaded»), sino que ha sabido elegir con mucho mejor tino los músicos con los que colaborar. No queda rastro entre sus surcos de la pléyade prog-rockera Steve Howe! ¡Rick Wakeman!) de la que tuvo a bien rodearse para «Lou Reed», el recambio se lo otorgan primeras espadas del flamante glam rock que en cierto modo está en deuda, aunque sea en parte, con sus trabajos previos: David Bowie y Mick Ronson, que trascienden la categoría de meros colaboradores constituyéndose como verdaderos elementos vertebradores del disco.
 La portada supone todo un aviso, haciendo hincapié en la imagen de ese Lou Reed mítico y mitificado, andrógino, decadente, ambiguo y eminentemente urbano, del que nunca se sabía con mucha claridad si seguía entre los vivos o sí había sucumbido definitivamente a sus muchos vicios. Un personaje inalcanzable a pie de acera qué desde la inicial y antológica «Vicious» a «Goodnight Ladies» destapaba el tarro de las esencias y mostraba su maestría, ya fuera en sórdidas viñetas -la mentada «Vicious»- momentos preñados de un extraño romanticismo –«Andy’s Chest»-; infecciosas tonadas con regusto a cabaret «Make Up», «New York Telephone Conversation», «Goodnight Ladies»-; disparos eléctricos y cortantes dónde se notaba la mano de Ronson –«Hangin’ Round», «Wagon Wheel» y «I’m So Free», rock and roll de los 50’s recubierto de agujas y voodo; boogie vacilón a la par que épico y un verdadero himno glam, respectivamente- que pasan por ser de lo mejor del redondo o esquirlas de verdadero pop atemporal que eran los momentos más accesibles, sónicamente hablando, del elepé.  El preciosismo palpable, la fragilidad imperfecta de «Perfect Day» y «Satellite Of Love» abrían una nueva veta en el universo compostivo del neoyorquino, si bien nada puede compararse a la cadenciosa y magnética  «Walk On The Wild Side», que consiguió trascender al propio imaginario de Reed para adherirse al subconsciente colectivo.
 Imposible circunscribir, pese a su importancia intrínseca, la esencia de Reed a éste  album. Perteneciente a esa rara estirpe de creadores en la que los errores sumaban tanto -a veces más- que los aciertos y en la que todo lo creado posee relevancia propia e intransferible, no podríamos abarcar todo lo que representó mediante «Transformer», igual que tampoco conseguiríamos ver sus costuras quedándonos solamente  con el compositor de doo woop Lewis Allan, el alma mater de Velvet Underground, el frontman de «Rock And Roll Animal», el orfebre ruidista de «Metal Machine Music», el cronista del ocaso de Nueva York o el tipo que grabó un disco con Metallica. Se hacen necesarias, en éste caso, todas las piezas para poder hacerse una idea siquiera aproximada de lo que éste hombre ha sido para la historia del rock and roll. Descansa en paz, Lou.
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1967, Discos, Música, Velvet Underground

The Velvet Underground – "The Velvet Underground & Nico"

 Rompedores, anárquicos, esenciales. Díficil encontrar propuestas tan fuera del tiempo, tan ajenas al óxido que impone el correr de los años, cómo la planteada por la Velvet Underground en lo que fue su primer disco grande. Tras el sucinto «peel slowly and see» de la cubierta se escondía una velada invitación a sumergirse en lo que era entonces -y sigue siendo ahora- vanguardia máxima del rock and roll; Lo más lejos que se podía llevar, -sin desvirtuarla, conservando la esencia-, la alquimia sonora alumbrada por Chuck Berry una decada atrás.

 Cómo suele pasar con aquellas obras dotadas de una cualidad transgresora, se tiende a caer en la tentación de considerar qué los neoyorquinos obtuvieron su arrebatador sonido por generación espontánea, impermeables a las influencias de su tiempo y lugar. Sin embargo, una escucha atenta de «The Velvet Underground & Nico» permite rastrear, siquiera en parte, la nómina referencial de la que se nutrían: Entre sus surcos se retorcía el rock and roll percusivo y esquemático de Bo Diddley, el pulso beat que llegaba del otro lado del océano y al que era imposible sustraerse, latigazos que retrotraían a lo puesto en práctica por el reciente (y a la vez lejanísimo, eran los tiempos de «John Wesley Harding»Dylan electrificado. Hilando más fino, incluso, podemos encontrar en los momentos más «poppies» del redondo concomitancias con el pasado de Lou Reed como compositor a sueldo, fabricante de hits, para Pickwick Records.

 Sin embargo, más allá de su música, el gran aporte de la Velvet es la dimensión dónde esta transcurría. Una dimensión urbana, densa, sórdida. La ciudad aparece en el rock. No una ciudad cómo sencillo telón de fondo, escenario incidental, para la historia de turno. No. La ciudad cómo ente en sí mismo, con sus arterias preñadas de yonquis, prostitutas y delincuentes; alfombrada de jeringas y recubierta de desencanto. Ahí, justo ahí era donde el imaginario del combo tomaba cuerpo.

 «Sunday Morning» abría el elepé con sabor a resaca y melancolía. Quizás por ser de las pocas piezas del album que guardaban algún remoto parecido con un tema radiable, fue elegida -junto con «All Tomorrow Parties»– cómo single. Sin embargo, no había sitio en las ondas del ’67 para tamaña exhibición de enigmática desazón, de pop torcido, perturbador.

 En «I’m Waiting For A Man», sin embargo, el sonido adopta las formas de un robusto número de rock and roll, conducido por un obsesivo piano, cuya temática (ya saben, las vicisitudes del cliente y su dealer) resulta todo un desafío a los cánones líricos de la época. Estamos en 1967, recuerden, el mismo año en qué Paul McCartney admite, en una entrevista con maneras de interrogatorio, haber tomado ¡cuatro veces! LSD; el mismo año, en fin, que se consideraba noticioso y sorprendente que un músico admitiese su relación con las drogas.

 «Femme Fatale» retoma la faceta reposada, no por ello menos perturbadora, de la banda. Es a la postre el primer tema del disco en el que Nico lleva la voz cantante. Esa voz gélida, etérea e inexpresiva qué, pese a su físico, le alejó de ser una estrella del pop, restringiendo su área de influencia a las barriadas más avant-garde de la música. Un corte delicioso que da paso a los aires hindúes y evocadores de «Venus In Furs», suerte de mantra eléctrico, con la amenazante percusión de Maureen Tucker, las pastosas rítmicas de Sterling Morrison, la guitarra de Reed sonando como un sitar y la viola de John Cale recubriendo un tema con una letra, ya lo avanza el título, en deuda con los escritos de Von Masoch.

 «Run, Run, Run» confusa mixtura de imaginería religiosa, mística y barbitúricos, retoma el pulso guitarrero, con una introducción en la qué podrían pasar por unos de esos avezados discípulos del rythm and blues en trayectoria ascendente de las islas británicas. Siguiendo lo que parecía ser la dinámica del álbum (esto es, alternancia entre disparos eléctricos y cortes a medio tiempo) «All Tomorrow Parties», con Nico llevando de nuevo la voz principal y la guitarra-sitar de Reed envolviéndola en enigmáticos punteos, ponía sobre la mesa una historia con varias lecturas posibles: ¿Descripción o crítica de la vacuidad que envolvía el microcosmos de la Factory de Warhol de la cuál formaban parte? ¿Metáfora del paso del tiempo, de lo efímero de todo? ¿Elegía al final de la juventud, focalizada en ése viejo vestido? Muy posiblemente tratase de todo éso, y de algunas cosas más que se nos escapan.

 «Heroin», palabras mayores. Nunca dos acordes encerraron tanto. Jamás, nunca, nadie, antes, había abordado su relación con las drogas de una manera tan directa, valiéndose de versos tan descarnados, prescindiendo de circunloquios («… When i put a spike into my vein […] ‘Cause when the blood begins to flow […] Heroin, it’s my wife and it’s my life») Y no, no estamos ante el único dato rompedor desde el punto de vista lírico. A diferencia de otros compañeros generacionales, plenamente identificados con su condición de drogodependientes, firmes creyentes de encontrarse en el lado adecuado del río (Estamos en los años de auge de las enseñanzas de Timothy Leary y su idealización de los barbitúricos, no lo olviden) Reed se muestra confuso, perdido. («I don’t know, just where i’m going […] I wish that i was born a thousand years ago […] Away from the big city/ Where a man can not be free/ Of all this evils of this town») Esas muestras de duda, al parecer, no fueron del agrado de Cale, qué buscaba un mensaje más totalitario, de una determinación absoluta. John, en éste caso, no se había enterado de nada.

 Tras semejante exhibición de épica suburbana, llegaba el turno de «There She Goes Again». Con su riff fusilado de la relectura stoniana de«Hitch-Hike», contenida en el celebérrimo «Out Of Our Heads»y su refrescante tramo final a base de coros y guitarrazos podía pasar por lo más cercano a los cánones de la british invasion que habían facturado. Sin embargo, su letra, en la que narraban sin muchos tapujos la caída de una mujer en las redes de la prostitución, alejaba rápidamente tales paralelismos y los reafirmaba en su condición de cronistas del lado sórdido de la realidad.

 «I’ll Be Your Mirror» volvía a poner en primer plano su faceta pop, de hecho fue cara b del single «All Tomorrow Parties» (Sorprendente, aunque comprensible, el empeño por parte de la compañía de presentar una imagen tan poco representativa de la Velvet en cuánto a la elección de los singles). Escrita por Reed ex profeso para Nico, estamos ante otra de esas delicadas piezas del repertorio velvetiano, ocultas a priori bajo su leyenda de distorsión y feedback.

  Arribando al final del trabajo encontrábamos «Black Angel’s Death Song» , dotada de una extraña cualidad folk que podría recordar a las andanzas del primer Dylan -¡Ese fraseo!- si no fuera por el perturbador envoltorio que le otorga la viola eléctrica de Cale y el cierre definitivo de «European Son», ejercicio ruidista que preludia en buena medida parte de lo que econtraremos en «White Light/White Heat».

  Instalados en la cara oscura que acarrea consigo el ser pionero (esto es, que adelantarse en demasía a la corriente imperante de un tiempo equivale a estar equivocado). Pocos réditos obtuvo la Velvet a lo largo de su accidentada singladura. Tanto menos en ésta primera etapa de su producción, fuertemente marcada por la experimentación y propulsada por un ánimo rupturista que se iría desvaneciendo hasta llegar a «Loaded». Su legado preclaro, sin embargo, obtuvo justa resonancia con el correr de los años, siendo vindicados por las huestes post punks, krauts y noises. Por aquellos músicos, en general, dispuestos a remar a la contra de las corrientes dominantes, dispuestos a valerse del ruido, de la distorsión, cómo un medio más de expresión, integrándolo en su discurso. Sin embargo, nadie consiguió hacerlo tan asimilable y enigmático a un tiempo, tan disfrutable, pese a todo, como The Velvet Underground en su disco de debut.

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1966, beat, Discos, Garage, Los Bravos, Música, Pop, Soul

Los Bravos – "Los Bravos"

  ¿Calculada maniobra comercial o combo de genuino talento? ¿Conjunto prefabricado o acendrados artesanos de la canción? El que estas cuestiones flotan en el ambiente al referirse a la obra de Los Bravos es un hecho tan cierto cómo el de que, una vez enfrentados a la música contenida en su album de debut, no podrían dársenos en menos las respuestas a tales interrogantes.

 Surgidos de las cenizas de un par de bandas de cierto relumbrón en aquellos tiempos heroicos de prehistoria del pop español -los instro-rockeros Sonor y Mike and The Runaways, definitivamente más escorados al beat-, a Los Bravos, como apuntábamos, siempre les tocó llevar  a cuestas el sambenito de conjunto de laboratorio, elaborado al dictado de los capitostes de la industria del momento. Unas caras bonitas, que ni tan siquiera sabían tocar sus instrumentos. Nuestros Monkees, en una palabra.

 Y la razón de semejante consideración la encontramos en el presente elepé, del que siempre se ha creído que lo único que aportó el grupo es la -atómica, mercurial- voz de Mike «Kennedy» Vogel, mientras que del resto de la instrumentación se encargaron músicos de sesión londinenses, verbigracia Jimmy Page. Sin embargo, lejos de tratarse del dato escandaloso que siempre se ha querido presentar, era una práctica más que común -discutible, si se quiere, pero muy extendida- entre las grabaciones de grupos adscritos a la british invasion, en las que, a la hora de grabar, se daba prioridad a los músicos de sesión en detrimento de los sufridos gruperos de turno. Si revisamos el currículum del mismo Page cómo músico de sesión, de hecho, encontraremos colaboraciones con nombres cómo The Kinks, The Creation, The Troggs o The Who, lo que deja constancia de que lo acaecido con Los Bravos no era, ni de lejos, la excepción.

 Polémicas aparte, nos encontramos ante un redondo de una categoría notabilísima. Un artefacto, si nos situamos en el lugar, tiempo y contexto en qué fue creado, dotado de una proyección internacional sorprendente para un conjunto radicado en Madrid.

 Cierto es que jugaban con la ventaja de contar con Mike Vogel entre sus filas, quién, pese a sus orígenes bávaros era capaz de aullar con la convicción de cualquier voceras de la flamante invasión británica sin morir en el intento. También ayudó, por supuesto, el qué el álbum fuese grabado en su totalidad en inglés. Pero esos condicionantes habrían servido de muy poco si hubiese faltado lo esencial, a saber: Las canciones.

 Valiéndose de coordenadas soul, pop y rock, Los Bravos debutaban en largo mostrando su cara más sofisticada, más cerca por momentos de Tom Jones que de las bandas beat del momento. Desde la explosión inicial de «Trapped» a la perfección pop de «Baby, Believe Me», pasando por esquirlas de factura deliciosa –«Make It Easy For Me», «Will You Always Love Me», «Give Me A Chance»-; momentos absolutamente sixties, caso del disparatado comienzo de «Stop That Girl»; concomitancias con el Elvis más soulero «I’m Cutting Out» cortes de inesperada obscuridad –«Two Kind Of Lovers»– e incluso alguna tímida demostración de su componente más rockista en «You Won’t Get Far». Eso si nos olvidamos, qué no lo hacemos, de su éxito por antonomasia, «Black Is Black», una verdadera exhibición de poderío, estilo y sobriedad qué dió, literalmente, la vuelta al mundo. Todo ello servido en temas que raramente llegaban a los tres minutos de duración, generosamente regados con secciones de viento, campanas y órganos en una producción de marcada raigambre soul, a la usanza Motown, que inhibía los instintos más eléctricos del grupo.

 No cabe duda de qué Los Bravos fueron, en la España de los 60’s, lo más parecido que tuvimos a unas estrellas de rock: Grabando en inglés (que luego alternarían con el español) y con abundantes conexiones en el swingin’ london, siempre tuvieron, al menos en esta primera etapa, una especial maña para flirtear con los sonidos del momento (beat, soul, hard rock, funk) y obtener resultados reseñables. No cabe duda, de hecho, de que su singladura fue un eslabón considerable entre los conjuntos patrios pioneros, de los que procedían, y las propuestas, más escoradas al hard rock, de los primeros 70’s. Un periplo accidentado, cuya piedra fundacional es ésta exquisita colección de canciones en clave pop.

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