Cine, Confilmamiento

El Tesoro de Sierra Madre (John Huston, 1948)

[El texto puede contener algún spoiler menor]

Evaluando en base a lo que vemos en pantalla podemos calificar una película como mala, correcta, buena, muy buena o imprescindible. Luego, más allá, tenemos aquellas películas que al margen de su más que contrastada calidad son referentes. Iconos. Guías maestras que han servido para elaborar un sinfín de ficciones en lo sucesivo. Ahí es donde entrarían títulos como «Ciudadano Kane», «Lo Que El Viento Se Llevó», «Casablanca» o «El Tesoro de Sierra Madre».

Al igual que sucede con otras obras de igual pedigrí «El Tesoro…» no se encuadra fácilmente dentro de los márgenes de un género concreto. Es cierto que puede rastrearse algún toque noir en los primeros compases de la película, con ese Bogart paseando su miseria por las calles de Tampico, entre cantinas de mala muerte y moteles infestados de alacranes y cucarachas. También hay algo de western con sabor mexicano, preludio de obras posteriores como «Grupo Salvaje» o «Los Profesionales» en la segunda mitad de la misma. Y por supuesto transmite la sensación de viaje trepidante, de hallazgo, que debe tener toda buena película de aventuras. Pero es más que eso.

«El Tesoro de Sierra Madre» es, ante todo, una mirada sobre la condición humana: La volatilidad de las relaciones, la camaradería, la codicia, la desesperación.

Cuentan que Humphrey Bogart estuvo especialmente intratable durante el rodaje. Se puede entender el porqué: El, que era una estrella consagrada (Ya tenía en su haber, por citar solo algunas, «Casablanca», «Tener y no tener» o «El sueño eterno») compartía protagonismo en igualdad de condiciones con Tim Holt (un currante de los westerns de serie B) y Walter Huston, a la sazón padre del director y un sólido actor de carácter, de los que lleva la vida escrita en la cara. Un peligrosísimo robaescenas que eclipsa por momentos a sus compañeros de reparto.

El personaje de Bogart (y ese es un aspecto particularmente original) juega en inferioridad de condiciones. Aquí no es el cínico impecable con guión de Chandler al que el público estaba acostumbrado. Su Dobbs es un tipo de pasado turbio (¿Un gángster que atravesó la frontera?) e instintivo como un animal. Huraño, receloso e inseguro. Volátil.

La película tiene pulso de autor. Cabe preguntarse si con otro director a los mandos habría sido una obra más genérica. Huston, campeón de los desheredados, compone estampas verdaderamente patéticas (La pelea de Dobbs y Curtin con el contratista que les ha estafado. Un dos contra uno en el que empiezan perdiendo) y otras prácticamente inéditas en el cine estadounidense de finales de los 40s: Toda la secuencia de Howard en el poblado al que acude en calidad de ‘medicine man’ remite por momentos a la etapa mexicana de Buñuel.

Un verdadero clásico, en definitiva. Y como ya se ha apuntado, una piedra de toque: Cada vez que en una película, serie o incluso animación (Me vienen a la cabeza un par de episodios de The Simpsons que deben su estructura a esta película) se aborda la desconfianza, la avaricia y el recelo dentro de un grupo hay que remitirse a «El Tesoro de Sierra Madre». Como se suele decir: Aquí lo vieron primero -y mejor-

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1950, Cine, Confilmamiento

Winchester ’73 (Anthony Mann, 1950)

Primero de los cinco western -a uno por año, prácticamente- que protagonizó James Stewart a las órdenes de Anthony Mann inaugurando una alianza que resultaría muy beneficiosa para ambos: Mann pudo salir del gueto del noir de bajo presupuesto para convertirse en un verdadero clásico americano y Stewart, hasta la fecha más asociado a registros cómicos y/o románticos amplió su registro y reconquistó su estatus de estrella tras algunos pequeños tropiezos comerciales inaugurando una década en la que trabajaría con -tomen aire- Mann, Hitchcock, Ford o Preminger.

No es descabellado otorgarle a Winchester ’73 la categoría de piedra de toque del western de los 50’s, o dicho de otro modo: De resultar una influencia capital en la década capital del género. Su rastro también puede registrarse en Peckinpah (cierto sentido de la violencia, cierta maldad retorcida en los villanos) o incluso en el Sergio Leone de «Por un Puñado de Dólares»: Películas en ruta, itinerantes, de personajes que se buscan, se encuentran y se escapan constantemente.

Rodada en crudo blanco y negro, casi de noir, los primeros minutos de la película nos ponen sobre aviso del que será el concepto de la misma: Lin McAdam -Stewart- y su compañero «High Spade» -Millard Mitchell- llegan a un pueblo donde con ocasión de festejar el centenario de la fundación de los Estados Unidos se va a disputar un concurso de tiro. El premio, un rifle. Un Winchester del ’73.

Pero no estamos ante un poblado ni un rifle cualquiera: Se trata de Dodge City -ciudad definitiva en el imaginario mítico del oeste americano- donde son recibidos y desarmados nada menos que por los hermanos Earp. El rifle es un Winchester del 73, «uno entre mil». Una obra de arte mecánica tan perfecta que -apuntan- resultaría inmoral venderlo por dinero.

Y ahí tenemos el concepto de la película, que corre en paralelo a su historia de venganza: Un recorrido por el oeste mítico con el Winchester (Una alegoría de la violencia que forjó la historia moderna de los Estados Unidos) a modo de hilo conductor. El rifle le será arrebatado a Lin por su némesis Dutch Henry Brown -Stephen McNally- y a partir de ahí iniciará un recorrido por lo que podría ser en palabras de Wim Wenders: «Otras 5 o 6 buenas películas del oeste»: Comerciantes dudosos, batallas con los indios, la noticia de que han barrido el 7º de caballería de Custer, bandadas de forajidos, asaltos a bancos… Cualquier artesano competente de la época podría haber hecho una película interesante a partir de cualquiera de los bloques de este film.

«Winchester ’73» es una película eminentemente coral, cuya potencia reside en buena medida en su galería de secundarios y villanos: McNally transmite verdadero peligro; Jon McIntire pasa por ser de lo mejor de la película en su rol de comerciante mestizo de vuelta de todo; Jay C. Flippen resulta entrañable como sargento de caballería cansado y fordiano; Shelley Winters es una de las mejores encarnaciones de lo que sería una chica del oeste de pasado turbio: Dulce, algo vulgar y muy resuelta y Dan Dureya encarna a un pistolero excesivo y psicótico con el inolvidable nombre de Waco Johnny Dean. Supongo que al espectador de la época le tuvo que resultar sorprendente que la estrella de la película desapareciese -a veces hasta 10 minutos- para ahondar en otras tramas o personajes. Pero es otro aspecto que hace que esta sea una obra tremendamente innovadora.

En definitiva, un muy buen western con la mano de un maestro y unas interpretaciones de primera. Más seco que lírico, como los paisajes de Tucson en los que transcurre. Y, como decía Juan Miguel Lamet, no hay otro western en el que los disparos suenen así.

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Cine, Confilmamiento

El Hombre de Laramie (Anthony Mann, 1955)

Parece que hay consenso a la hora de señalar al triunvirato formado por John Ford, Howard Hawks y Anthony Mann como el de autores definitivos del cine de vaqueros. Uno, sin embargo tiene la percepción de que el trabajo de Mann está algo menos reconocido: Recuerdo haber visto pasar por TV ‘Rio Bravo’ o ‘Centauros del Desierto’ en infinidad de ocasiones y no tanto la pentalogía de sus westerns protagonizados por James Stewart.

Rodada en imponente Cinemascope, pocos directores han sabido capturar exteriores con la majestad de Mann. Sus paisajes son prácticamente la imagen mental, casi subconsciente, que se puede tener del western.

‘El Hombre de Laramie’ tiene un pulso ambivalente (Sucede algo similar con otra obra notable de Mann, ‘El Hombre del Oeste’): No es una película de trepidantes tiroteos, cabalgadas hacia el horizonte o duelos al sol. Es más bien eso que los guiris denominan un ‘slow burner’, una película de combustión lenta, casi de thriller, que se toma su tiempo para exponer los personajes que campan por ella y sus motivaciones. Eso contrasta con sus puntuales estallidos de violencia, sorprendentes para una película del año ’55 y que en cierto modo prefiguran lo que ofrecería el género a la vuelta de la década.

‘El Hombre de Laramie’ se articula -como los mejores westerns de la historia- en torno a la idea de la venganza y la ira recta de los hombres buenos. James Stewart, en su periplo a la caza del hombre que vendió los rifles a los apaches que acabaron con la vida de su hermano, acaba en los dominios de un hacendado con hechuras de rey shakesperiano. Una figura entre épica y pragmática que divide sus afectos entre su hijo y el capataz de su rancho (una puesta al día en clave western del mito bíblico de Caín y Abel)

Y es ahí donde reside la fuerza de la cinta: En la maraña de afectos, motivaciones, recuerdos y engaños que rodean a los secundarios que se encuentra el hombre de Laramie entre las polvorientas calles de Coronado, confín del oeste a un día de territorio apache.

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