Cine, Film Friday

The Bridge (Richard Brooks, 1965)

Solías ser como nosotros, Bishop

– ¡Escúchame, hijo! Yo ya me estaba partiendo la espalda en esos estúpidos puentes cuando tu aún ibas en pantalón corto.

Quién me conoce, lo sabe: Uno tiene debilidad por esas películas corales en las que un grupo de tipos de la más diversa adscripción pugnan por un objetivo común. Ya sean un puñado de cowboys que, más por idealismo que por dinero, se conjuran para proteger un recóndito poblado mexicano (Los Siete Magníficos); unos mercenarios que cruzan el Rio Grande para vérselas con un antiguo compañero de armas (Los Profesionales, también de Brooks, de la que ya hablé por aquí) o un comando de forajidos y criminales a quienes encomiendan una misión de sabotaje suicida en pleno corazón del Tercer Reich (Doce del Patíbulo) O, como es el caso de The Bridge, una cuadrilla de albañiles que deben caminar sobre alambres a cientos de metros de altura para construir un puente a contrarreloj sufriendo todo tipo de problemas y sabotajes por el camino.

The Bridge cuenta la historia de John Peterson (Burt Lancaster), un capataz curtido en la construcción de puentes («The higher the better!», como el mismo dice sonriendo cuando le encargan el trabajo) Un tipo duro pero justo, que ha recibido el encargo de su vida: La construcción de una megaestructura que conecta dos secciones de Nueva York. Es imposible omitir la influencia del libro de Gay Talese, publicado el año interior y de idéntico título, sobre el script de la película: Las tensiones entre los obreros italoamericanos e irlandeses, las precarias condiciones de seguridad, el espíritu aventurero y errante de aquellos trabajadores, una suerte de cowboys contemporáneos.

Una de mis partes preferidas de la película parece arrancada directamente de las páginas de la obra de Talese: Tras recibir la paga semanal la cuadrilla de Peterson se dirige a un bar destartalado de los muelles, a fundir el dinero en chupitos de cerveza y vasos de whisky (siempre me chocó esa elección, me parece que debería ser al revés) Pedro (Eli Wallach) juega a los dados en el suelo del cuarto de baño con unos pobres diablos a los que está desplumando («Estos pequeños no dejan de ganar», dice entre risas de júbilo) Toda esa secuencia, en su sencillez, es una tremenda celebración de la vida, de vivir el momento, por parte de unas personas que se la juegan a diario por un puñado de dólares.

Pronto empiezan a acumularse problemas en la construcción del puente: Estructuras que no aguantan, materiales pobres, accidentes fatales. Ante esa situación, Peterson decide visitar a Hank Bishop (Karl Malden). Bishop era el mejor amigo del padre de Peterson (quién perdió la vida… Cayendo desde un puente) pero la vida le ha llevado por otros derroteros más confortables y es un pez gordo del sindicato de albañiles. Desde que lo recibe en su suntuoso despacho está claro que está en una frecuencia distinta a la de Peterson, que ha acudido al encuentro endomingado en un modesto traje:

– ¡Por todos los Diablos Johnny! Casi no te he reconocido sin tu casco. ¿Sabes? Podría buscarte un puesto aquí, pero eres un condenado cabezamula irlandés imposible de convencer.

Pronto quedan las cartas al descubierto, alguien «de arriba», como dice Bishop casi entre susurros, está interesado en recortar gastos. ¿La seguridad de los trabajadores? ¿Las muertes? Nada de eso parece perturbar al cínico Bishop quién lo resume todo con un escueto: «Para avanzar todos tenemos que ganar algo». Peterson abandona la reunión indignado.

Hay, sin embargo, un matiz oscuro que se suele pasar por alto a la hora de reseñar esta película. Se suele hacer hincapié en la dimensión moral del personaje de Lancaster, en su determinación por finalizar el trabajo, pero ¿Continuar aún sabiendo las condiciones en las que se va a desarrollar? ¿Exponer la vida propia y la de sus trabajadores por la consecución de un objetivo? En la crítica que hizo en su momento, Roger Ebert ya apuntaba un subtexto sobre la naturaleza obsesiva de Peterson, que rayaba en querer emular al padre hasta la autodestrucción.

Las cosas llegan a un punto de ruptura cuando Bishop destina a la obra a Josh McClintock (Sterling Hayden) un capataz rival que alberga un antiguo odio reconcentrado hacia Peterson («Tu padre al menos pudo tener un funeral, el mío está bajo alguna pradera de Limerick«, le llega a gritar en un momento de resentimiento) McClintock tiene órdenes precisas de sabotear el trabajo de Peterson, pero: ¿Hasta qué punto?

La última secuencia es reveladora. Peterson, llega a su casa derrengado, magullado y con la camisa raída. Su mujer (Jocelyn Brando) lo recibe entre preocupada y hastiada: «¿Hasta cuando, Johnny? ¿Hasta cuando todo este vagar por la cuerda floja? ¿Acaso pretendes demostrar algo?». Johnny saca un fajo de billetes, la paga por un trabajo bien hecho:

– Podemos irnos dónde queramos, lejos… Lejos de la ciudad, de los puentes y

Pero ¿Dónde?

– (Y aquí Lancaster despliega su mítica sonrisa) The further, the better.

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Drive (Nicolas Winding Refn, 2011)

You know the story about the scorpion and the frog?

Recuerdo la primera vez que supe de esta película: Un reportaje en un programa de cine a horas intempestivas hablaba de la buena impresión que había causado en el Festival de Cannes. Lo que captó mi atención fue el tono empleado: No era la típica exposición monótona consistente en enumerar el reparto y glosar el argumento. No. La voz en off hablaba de un verdadero ejercicio de estética y ritmo, una película única, destinada a convertirse en un clásico.

Cuando al fin pude verla, entendí el porque de esa fascinación.

En su superficie, Drive opera en los confines del neo-noir. La trama, puesta por escrito, resulta genérica, propia de una cinta de programa doble de la década de los 40: Un conductor especializado en atracos, un ex-convicto, un triángulo amoroso, un golpe que sale mal, hampa, traiciones.

Lo que verdaderamente marcaba la diferencia era el tratamiento. La propuesta de Drive flirteaba con el noir, el cyberpunk y el menú de inicio de un arcade de los años 80. Su tempo era digno de una película oriental, el diálogo prácticamente inexistente. Su protagonista -«Driver»- estaba a medio camino entre el ensimismamiento de Steve McQueen en Bullitt y un personaje salido de las páginas de un manga.

La película impacta de una manera física, somete con su estética: Largas secuencias de conducción bañadas en luces de neón envueltas por una banda sonora de evocador synth-pop, explosiones de violencia estilizada y un sutil lirismo romántico, casi naif (a veces incluso durante el transcurso de en una misma secuencia) Driver está armado con unos mimbres rayanos al fetichismo con su icónico outfit, rematado por una bomber con un escorpión a la espalda; Una suerte de hombre-máquina, tan mecánico, duro y eficaz como el motor de su Ford Mustang. Un tipo inaccesible y atormentado que se cruza con el verdadero amor (ese que casi nunca se encuentra a este lado de la pantalla) y la posibilidad de redención que lleva consigo.

Si Drive hubiese visto la luz (por ejemplo) en 1994 en lugar de en el fragmentado 2011, sería una de esas cintas con ADN de culto admiradas por el gran público. Una película que podría citarse junto a trabajos como Pulp Fiction o Fargo. Cábalas aparte, Drive es un animal raro, una película que aparentemente se mueve entre opuestos (íntima y explosiva, cruda y lírica) pero que constituye una experiencia inmersiva y sumamente evocadora.

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Rope (Alfred Hitchcock, 1948)

Nobody commits a murder just for the experiment of committing it. Nobody except us.

Da igual las veces que se haya visto y los años que pasen: Sigue siendo el comienzo más impactante de la historia del cine: Un plano general de una apacible calle por la tarde, una cámara que se va acercando sinuosamente a la cristalera del piso superior de un edificio mientras una música ominosa va en aumento. Las cortinas cubren totalmente las ventanas. Se oye un grito. Sin solución de continuidad pasamos a ver lo que está sucediendo en el interior de la estancia: Dos tipos están asfixiando a un joven con una soga, prácticamente en primer plano, hasta finalmente quitarle la vida para acto seguido esconder el cuerpo del pobre desgraciado en un arcón. El asunto ha sido resuelto en unos pocos segundos con una frialdad extrema.

Pronto sabremos que las motivaciones que han guiado tan aborrecible crimen no son pasionales ni mundanas: Brandon (John Dall) y Phillip (Farley Granger) un par de atildados y ociosos estudiantes, han decidido hacer bueno aquel título de Thomas De Quincey: «Del asesinato considerado como una de las bellas artes». En su crimen hay una mezcla de precisión quirúrgica y desapasionamiento de viviseccionista, aliñado con clasismo (la víctima era alguien de su círculo social, un compañero de estudios a quien consideraban inferior) y una generosis dosis de humor macabro: Como colofón han ideado una velada en la estancia donde se ha producido el asesinato, usando el arcón a modo de mesa. Por si eso no fuese suficientemente retorcido, los invitados son, en su totalidad, del círculo de la víctima: Su padre, su prometida, su mejor amigo.

Pronto, también, nos daremos cuenta de que aunque el crimen ha sido cometido en pareja, no se trata de una relación equitativa: Brandon es claramente el líder, un tipo cínico y dominador que ha sometido al apocado y artístico Phillip hasta el punto del asesinato. Empleo el término «pareja» en toda su extensión: El subtexto homosexual en su interacción es harto evidente. O todo lo evidente que podía serlo en la década de los 40. Arthur Laurents, uno de sus guionistas, lo expuso de manera cristalina: «Rope was obviously about homosexuals.«. Pero yo no sabía eso la primera vez que vi Rope. Lo que encendió mi bombilla en aquel visionado fue un intercambio muy breve que tiene lugar en los primeros minutos de la película, al poco de haber cometido el crimen: Tras servirse unas copas de champán, Phillip le pregunta a Brandon como se ha sentido acerca del asesinato, Brandon hace una pormenorizada descripción, en tono cada vez más excitado, Phillip se muerde el labio y le pide que siga, Brandon prácticamente sin aliento le replica «¿Y tú como te sentiste?». Hay algo marcadamente sexual en toda la conversación, esa dinámica sexo/muerte tan común en la obra de Hitchcock. La subversión que realiza es genial: Socapa de una trama criminal consigue llevar a la pantalla algo que era definitivamente más ominoso en el mundo de entonces.

A la velada también ha sido invitado Rupert Cadell (James Stewart) el antiguo profesor de los protagonistas, una suerte de nietszchiano de salón que entretiene a sus contertulios hablando del derecho al asesinato como un arte que solo debería ser ejercido por aquellos que son superiores (¿Os suena?) Si consiguen engañarlo a el también, habrá sido un crimen perfecto: ¿Lo conseguirán?

Mucho se ha hablado ya de la alquimia técnica de esta película, la ilusión que consigue de estar realizada en un único plano y los malabarismos que hubo que hacer en el set para lograr ese efecto. Algo encomiable, sin duda, pero no es lo que me hace volver a ver Rope.

Lo que me atrapa cada vez más de la película es su retorcida atmósfera onírica: Esa velada estrictamente en tiempo real, la ciudad que se vislumbra al otro lado de la cristalera, claramente un decorado; Como intercambian cortesías y nimiedades mientras se sirven tarta al lado del arcón que contiene al hombre muerto por el que todos no paran de preguntar; Hay algo entre opresivo y mareante en esa habitación en la que todos se agolpan, en la manera en que mencionan a David, la ansiedad creciente en su entorno por no verlo aparecer, el juego macabro del que son víctimas. El perturbador charm con el que Brandon agasaja a los invitados y se permite alguna licencia de humor negro («¿Es el cumpleaños de alguien? / Es casi todo lo contrario) la tensión creciente de Phillip.

Rope no fue lo que se dice un gran éxito: La trama fue considerada muy oscura para la época (y eso que, me temo, solo captaron la mitad) y al público le costó ver a James Stewart en una obra así, tan alejado de su habitual imagen amable. Las críticas positivas valoraron, casi en exclusiva, los aspectos técnicos de la película. Eso explicaría porque pasó a engrosar la lista de lo que se dió en llamar «Lost Hitchcock», un puñado de cintas que salieron totalmente de la circulación hasta después de la muerte del director y que no volverían a ver la luz hasta comienzos de los 80: ¡Eso si que fue un crimen!

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The Professionals (Richard Brooks, 1966)

Nos quedamos porque tenemos fe. Nos marchamos porque nos desengañamos. Volvemos porque nos sentimos perdidos. Morimos porque es inevitable.

Los que siguen esta sección (¿Existís?) verán que se ha roto una tradición: La frase del encabezado siempre está en versión original, pero hoy no, ¿Por qué? Por una palabra de diferencia, concretamente la que hay entre commited e inevitable. Un matiz aparentemente nimio, pero que le otorga un plus de contundencia al maravilloso monólogo de Jesus Raza (Jack Palance) en el tramo final de la película.

No recuerdo la primera vez que vi The Professionals, pero si el efecto que tuvo en mí: Me desarmó. Era todo lo que siempre se había pregonado sobre The Wild Bunch, pero sin montajes pasados de rosca y con un ritmo mucho más fluido.

La película podría encuadrarse en eso que los guiris daban en llamar men on a mission: Un puñado de tipos con todas las probabilidades de triunfar en contra, forjando camaraderías y afilando rivalidades mientras pugnan por lograr sus objetivos. Se trata de un subgénero por el que uno siente especial debilidad y que brilló especialmente durante la década de los 60 en sus vertientes western y bélica: The Magnificent Seven, The Secret Invasion, Dirty Dozen, Devils’ Brigade…

The Professionals narra la historia de un mercenario, «Rico» (Lee Marvin) que recibe el encargo de comandar un grupo de, valga la redundancia, profesionales al otro lado de El Paso, rumbo a los dominios del revolucionario mejicano Jesús Raza (Palance) quien, en teoría, ha secuestrado a la mujer (Claudia Cardinale) del gringo adinerado que ha puesto en marcha la misión. Hay, sin embargo, un matiz: Tanto Rico como su viejo camarada Bill Dolworth (Burt Lancaster) antes de ser unos cínicos cazarreecompensas fueron unos jóvenes idealistas que muchas lunas atrás cruzaron el Rio Grande para hacer la revolución codo a codo con Raza.

Hay un equilibrio entre acción pura (¿puede ser uno de los primeros exponentes del género?) y lirismo que le confiere un ritmo único a la película; Hay, también, una saludable (¡Y muy moderna!) subjetividad en el plano moral: Los protagonistas en compañía de quienes cabalgamos no son mucho mejores que lo que tienen enfrente (Ya lo sospecha Lancaster/Dolworth: «Quizás solo ha habido una revolución desde el principio, los buenos contra los malos. Pero, ¿Quiénes son los buenos?») y, sobre todo, hay un guión que es una absoluta maravilla, una montaña rusa de frases lapidarias e intercambios afortunados, que van de lo cómico a lo trascendente sin despeinarse [Aquí debería ir ahora una vindicación de la obra en la que se basa la película y cómo influye en el texto, una novelita pulp de atómico título, A Mule For The Marquesa, que confieso no haber leído]

Si alguien roba el show en esta película, ese es Burt Lancaster. Su Bill Dolworth es una versión, algo más madura y definida, del Joe Erin que encarnó en «Vera Cruz»: Un tipo cuyo extremo sentido de la practicidad le ha despojado de cualquier escrúpulo moral, un buscavidas que se ha dado cuenta de la gran farsa que es el mundo y ha decidido que lo más juicioso es reírse de él todo lo que pueda ¿Puede encontrar la redención alguien así? La respuesta a esa cuestión (y algunas otras) se encuentra en este western crepuscular al otro lado de la frontera, una fábula árida y romántica sobre la camaradería, el paso del tiempo, el amor y el honor. Un capolavoro, que dirían los italianos.

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Glengarry Glen Ross (James Foley, 1992)

 – What’s your name?

– Fuck you! That’s my name. You know why, mister? You drove a Hyundai to get here. I drove an eighty-thousand dollar BMW. THAT’S-MY-NAME.

«Una película del 92 en la que unos hombres trajeados de negro hablan y hablan en unos pocos escenarios en secuencias prácticamente a tiempo real» Son pocos los que al leer una definición así no piensan automáticamente en «Reservoir Dogs», pero no, estamos ante una de las grandes tapadas del cine de los 90.

Glengarry Glen Ross (que aquí se tradujo con un título definitivamente más prosaico y descriptivo: Éxito a cualquier precio) era un animal extraño. Una adaptación de la premiada obra de David Mamet que sobre el papel puede parecer un fresco dramático sobre el capitalismo depredador, la precariedad laboral y la competitividad insana. Sin embargo, el texto de Mamet la convierte en algo más. A falta de una mejor definición, diría que es una comedia retorcida sobre la comunicación, un teatro del absurdo protagonizado por gente sin ninguna guía moral.

La trama es terriblemente simple. Un grupo de vendedores de bienes raíces inmersos en una muy mala racha recibe un mensaje demoledor: Están todos despedidos, salvo que se pongan a vender en serio en el curso de la siguiente semana. El ganador, además, obtendrá un Cadillac (El segundo… un juego de cuchillos) Es la secuencia de este ultimátum el momento más recordado de la película: Alec Baldwin/Blake roba el show totalmente con su monólogo entre agresivo y sardónico y eso es mucho decir, ya que estamos ante uno de los mejores repartos de la década: Jack Lemmon, Kevin Spacey, Ed Harris, Alan Arkin y… Al Pacino.

Pacino es Ricky Roma, el triunfador de esa carrera de ratas. El único empleado que no ha tenido que soportar las arengas amenazantes de Blake. Un vendedor estrella sin escrúpulos que endosa parcelas empleando tácticas de manipulación entre lo abstracto y lo surrealista, un tipo capaz de acorralar a un potencial comprador y trabajárselo con intercambios como los que siguen:

– ¿Qué recuerdas de los grandes
polvos que has echado?

– ¿Qué recuerdo?

– Sí. No sé. Para mí, Probablemente no sean
los orgasmos… El brazo de la chica
en tu cuello, o algo que hizo con sus ojos. O un sonido que hizo. O quizás sea yo…te lo digo… estar en la cama al día siguiente, ella me trae un café olé, me da un cigarrillo, eso es lo que recuerdo.

Hay un factor que eleva el índice de revisitabilidad de Glengarry al cubo: Las interacciones entre los personajes, llenas de matices, siempre descubren algo nuevo. Siempre hay una risa esquinada, una mirada, un detalle que nos aporta algo que se nos había pasado la última vez que la vimos. Como sucede con otras obras de Mamet (American Buffalo, por ejemplo) la acción está en el lenguaje, en las palabras, en la comunicación con ese texto que fluye con apariencia de improvisado pero que, como es costumbre en el neoyorquino, está milimétricamente medido hasta en sus silencios.

El público no pareció volverse loco por esta rara avis, una inclasificable comedia oscura de inspiración teatral que lo tuvo difícil para destacar en el panorama fílmico del 92, donde coincidieron taquillazos («The Bodyguard»), clásicos modernos («Unforgiven»), debuts destinados a convertirse en cintas de culto (la mencionada «Reservoir Dogs») o la película que le valió el Oscar a Pacino («Scent of a Woman») En consecuencia, Glengarry Glen Ross se hundió en taquilla, hasta el punto de no poder amortizar ni su presupuesto. Pero hey, nosotros no somos como Blake: No vamos a juzgarla por cuánto -no- vendió, todo lo contrario, toca vindicarla como una de las cintas más especiales e idiosincraticas de los locos noventa.

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Casablanca (Michael Curtiz, 1942)

I remember every detail. The Germans wore gray, you wore blue.

¿Qué voy a decir yo que no se haya dicho ya de la que quizás sea la película que encierra todo el embrujo de eso que se da en llamar cine clásico? ¿Qué matices puede uno aportar a estas alturas del partido, ochenta (¡80!) años después? ¿Qué quizás es la cima del arte accidental, un guión que empezó con más hechuras de cinta propagandistica, escrito a trompicones según avanzaba el rodaje y devino en algo mágico? ¿Qué es inevitable sentir de manera casi física el latigazo de dolor que invade a Bogart cuando ve a Ilsa reaparecer en el Rick’s Cafe? ¿Que Rick/Bogart puede tener el guión más acorazado de la historia del cine (Me desprecias, ¿Verdad, Rick? / Si alguna vez pensara en ti, probablemente )? ¿Qué Ingrid Bergman ilumina la pantalla como si hubiese un millón de focos cada vez que aparece? ¿Qué el pasar de los años nos va haciendo cada vez menos Laszlo y cada vez más como el capitán Renault (Que escándalo,¡Aquí se juega!)?¿Que la grandeza de Casablanca, es la del juego, la de lo falso, montar una ciudad de Marruecos en un lot de la Warner y soñar entre decorados de cartón piedra, donde los aviones aterrizan a la vera del café de Rick?[¿Quién no le gustaría estar al menos una vez entre sus paredes, en ese ambiente entre exótico y noir de estraperlistas, agentes dobles y exiliados de media Europa?] ¿Que tiene el final más icónico del séptimo arte?

Sí, supongo que todo eso, y algunas cosas más, se podrían decir de Casablanca. Trazar líneas rojas en base a que gusten o no ciertos artefactos culturales es algo de no muy buen tono, sobre todo a ciertas edades, pero aquí.. ¡me permito una excepción!

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Relatos

Una de esas noches

Este texto data de 2012. Iba a ser parte de una iniciativa colectiva que al final no tuvo lugar: Textos escritos por diferentes personas que contasen lo que les había sucedido sucedido en el transcurso de una noche cualquiera. Este fue el mío: Es básicamente lo que fue, con la salvedad de los nombres cambiados y alguna pequeña licencia. Hay cosas que definitivamente el yo de ahora jamás habría escrito.

Era una de esas noches. Fuera llovía y el viento arreciaba, pese a que la primavera había irrumpido un par de semanas atrás descubriendo sus taimadas e irresistibles cartas. A eso había que sumar una resaca, no por controlada menos problemática y una situación financiera punto menos que irrisoria amén de en relación directa con el agravante anterior. Cuándo estaba a punto de encomendar mi noche a la lectura de un ajado volumen de poesía que me era del todo indiferente, el teléfono sonó y la voz de mi interlocutor, lejos de la más elementales normas de la buena educación, omitiendo toda forma de saludo, bramó:

– Tío, ¿donde estás? Estamos en la puerta y no te vemos.

La puerta. Nunca una descripción tan abúlica de un emplazamiento suscitó tal torrente de recuerdos: Había contraído un compromiso, sí, algo de eso recordaba, era un concierto. O una pinchada. O… Bueno, daba igual, fuera lo que fuese no me iba a gustar del todo porque la batuta del plan la detentaba en esa ocasión el sector más punkarra de mis colegas, unos tipos con los que, a decir verdad, no tenía demasiado en común más allá de estar en una situación vital similar, salir por los mismos sitios, beber la mis… Bueno, bien mirado, si que teníamos cosas en común.

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Point Break (Kathryn Bigelow, 1991)

The Ex-Presidents… are surfers.

Es altamente improbable que me cruce con esta película por televisión y no me quede a verla, sin importar en que momento del metraje se encuentre, hasta el final. Aunque no sé francés, puedo aventurar que nunca habrá sido objeto de un monográfico de Cahiers du cinema e intuyo que, para cierto público que vive a espaldas de la dimensión popular del cine, esta no pasará de ser una cinta de acción de los primeros 90s (¡Ay!)

Bajo el envoltorio de surfistas y banda sonora hard rock podía rastrearse en Point Break un ADN compartido con esfuerzos pretéritos como The Wild Bunch (Sam Peckinpah, 1969) o The Professionals (Richard Brooks, 1966): Historias que plantean el dilema entre el valor de la camaradería (aunque sea la que ofrece un fuera de la ley) o cumplir la misión encomendada (aunque la orden venga de unas instituciones con las que el cazador ya no se identifica)

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White Heat (Raoul Walsh, 1949)

– Made it, Ma! Top of the world!

Cine de gangsters y noir. Etiquetas que pueden dar la apariencia de intercambiables pero que son el producto de épocas distintas, con unos presupuestos estéticos, morales y hasta diría que psicológicos harto diferenciados: El primero tiene su auge en la década de los 30, fábulas morales entre ráfagas de Thompson en las que el crimen nunca paga, protagonizadas por tipos como Edward G. Robinson o George Raft. El noir, por su parte, es un producto de los 40, películas con un marcado sentido fatalista protagonizadas por antihéroes ambiguos en el plano moral pero cuyas motivaciones podemos llegar a entender. Hay quien dice que el género arranca con High Sierra, la obra que encumbró a Humphrey Bogart en la que daba vida a un ex convicto que se ve arrastrado a retomar su antigua vida. Lo novedoso de la película era la manera en que estaba definido el personaje: Era un criminal, si, pero tenía miedos, recuerdos y deseos. Veíamos como se enamoraba, se ponía nervioso y experimentaba el rechazo. Lo comprendíamos.

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The Warriors (Walter Hill, 1979)

– You Warriors are good. Real good.

– The best.

Rodada con un escuálido presupuesto de 4 millones de dólares, The Warriors puede ser la película B más efectiva jamás rodada: Una puesta al día de la Odisea en clave pandillera donde Ítaca pasa a ser Coney Island. Una fábula épica jalonada de cadenas, bates de baseball y paradas de metro en un Nueva York terrorífico y nocturno.

No sé que clima se respiraba en las grandes urbes yankees de los años 70, pero el cine de la época pintaba un retrato de desolación rayano en lo distópico: El San Francisco sórdido y descontrolado repleto de asesinos en serie, pimps, y suicidas que mostraba Don Siegel en Dirty Harry fue un primer eslabón. La saga Death Wish iba un paso más allá: Nueva York era una jungla urbana tomada por pandilleros drogados, capaces de violar y asesinar a plena luz del día y que llevaban al respetable Dr. Kersey (Charles Bronson) a convertirse en un infatigable justiciero urbano hasta bien pasada la edad de jubilación en entregas cada vez más psicotrónicas (la última de…¡1994!)

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